miércoles, 15 de enero de 2014

Nuestro Servicio de Asesoría Literaria

Como Escribir Novelas Románticas POEMA ORIGINAL

“El jazmín del patio”

Te lo he dicho mil veces
no es prudente evitarlo
sobre las púas del muro.
él persigue al viento
que lo reparte en la luz
y en todas partes
y lo achica
y lo agranda
y lo graba
como sombra chinesca
en las teselas
y como lágrimas incontenibles
que fluyen sin descanso.

Alguien podrá reducirlo
sobre todo las tormentas
pero los escombros del piso
golpean su renovación.

Por su escalera
suben los gorriones
y se tiran para morir.

Lo veo cada día concentrado,
absorto,
como si una flauta le cantara
desde lejos.
Entonces, aunque me encapriche
no podría escapar de su belleza.



POEMA CORREGIDO

“El jazmín del patio”

No es prudente evitarlo sobre el muro.
Sigue al viento
que lo reparte en la luz
y lo graba
como sombra chinesca en las teselas.

Pueden reducirlo las tormentas
los escombros
pero los golpes parecen renovarlo.

Es la escalerilla suicida de los gorriones.

Lo miro absorto
como si una flauta le cantara desde lejos.
En este instante, aunque quisiera
no podría escapar de su belleza.




CORRECCIONES

Lo que ves subrayado en tu poema original es la propuesta de corrección. Sólo una propuesta que te hago, totalmente fundamentada, como verás en el diagnóstico, para que tu texto mejore su calidad poética y aprendas a “tallerear” teniendo en cuenta que la poesía es un arte y como tal debes afrontarla.

Ningún asesor tiene el derecho de alterar o cambiar el poema de un escritor, pero debe señalarle con rigor las debilidades técnicas y mostrarle la forma de superarlas.

Aún así, no hay que olvidar que la poesía es subjetiva y lo que a unos les parece bien a otros no. Sin embargo, un poema habla por sí mismo y demuestra si está logrado, si le falta o le sobra algo y eso cualquier persona con una intuición poética puede descubrirlo sin ser un especialista en la materia.

Es necesario que puedas ver con claridad todas las herramientas que tienes disponible para escribir tu obra con un elevado nivel artístico.

La inspiración es un proceso de creación primario, el cual sucede de forma espontánea y misteriosa, pero también existe un proceso de creación secundario, que es la parte fría, donde se pone de manifiesto la vocación del poeta y se necesitan de la constancia, el esfuerzo diario, el estudio de la técnica, y el oficio para dar forma a cualquier escrito.

Es evidente que tu poema original está en la fase de creación primaria, donde se vislumbra sólo tu inspiración. Es un poema de carácter intimista, contemplativo, donde humanizas de alguna forma al jazmín que ha atrapado tu atención espiritual.

A partir de leer estas notas entrarás en el proceso de creación secundaria donde podrás analizar y trabajar más tu poema reflexionando sobre los puntos que te explico en el diagnóstico.

DIAGNÓSTICO

El verso 1 de tu poema “Te lo he dicho mil veces” ha sido eliminado porque, al ser el primer verso, que es como la puerta que abre tu poema, debe tener un lenguaje con una estatura poética más elevada, estar al nivel del espíritu del poema. De la forma en que está elaborado es un verso pobre y mediocre.

En el verso 2 se suprimieron “las púas” por un problema de sonido. Es decir, no sonaba bien con lo que le antecedía y con lo que le continuaba. Recuerda que entre las características esenciales de la poesía está su música.

Un poema lírico, como este, debe ser agradable al oído. Por esa razón, el verso “sobre las púas del muro” fue elaborado de una forma que suene mejor, ya que los poetas trabajamos con el idioma y sus sonidos como si fuéramos músicos.

En el verso 3 fue eliminado “él persigue”, ya que otra de las características esenciales de la poesía es la síntesis. Y en este caso el lector puede entender, sin dificultad, que el jazmín del patio es quien persigue al viento y, por eso, no hay necesidad de escribirlo.

Los versos 6, 7 y 8
y en todas partes
y lo achica
y lo agranda

fueron suprimidos porque, aunque parezca que lo que expresan le da más variedad y dimensión al poema es todo lo contrario y, por esa razón es preferible dejar solo el verso 9 : “y lo graba”, cuya sugerencia favorece más al poema.

Recuerda que otra característica esencial de la poesía es la sugerencia, lo cual es todo aquello que no se dice claramente, sino que se insinúa.

El verso 10 se quedó como mismo lo escribiste, pero con el detalle de hacerse acompañar del verso 11 para ganar en belleza lírica como bien lo notarás aquí: “como sombra chinesca en las teselas.”

Los versos 12 y 13: “y como lágrimas incontenibles”, “que fluyen sin descanso”, fueron suprimidos, ya que nada aportan al poema y lo hacen sonar como imágenes gastadas y demasiado comunes.

A los versos 15, 16, 17 y 18:

Alguien podrá reducirlo
sobre todo las tormentas
pero los escombros del piso
golpean su renovación.

se les hicieron los recortes necesarios, como puedes apreciar, para que ganaran en síntesis y sugerencia, además de mantener el espíritu del poema elevado. De modo que esos cuatro versos quedaron en tres:

Pueden reducirlo las tormentas
los escombros
pero los golpes parecen renovarlo.

Los versos 18, 19 y 20:

Por su escalera
suben los gorriones
y se tiran para morir.

también se han unido en una metáfora buscando un poco de elegancia en el lenguaje, por decirlo de alguna forma:
“Es la escalerilla suicida de los gorriones.”

Al verso 21 fue necesario recortarle “Lo veo” y “concentrado”, para que gane en fuerza y belleza.

Al verso 25 se le suprimió “Entonces” y “me encapriche” debido a que nada le aportan al poema y lo hacen común. Por lo tanto, la estrofa final se elaboró de esta forma:

Lo miro absorto
como si una flauta le cantara desde lejos.
En este instante, aunque quisiera
no podría escapar de su belleza.

El verso final de tu poema ha quedado en su forma original porque cierra con un alto vuelo poético tu obra, la cual como ya te dije puedes seguir trabajándola a la luz de todas estas notas y reflexiones.

En cuanto a las comas que pusiste en tu poema, se sustituyeron en la corrección por el picado de los versos para darle más limpieza.

RECOMENDACIONES

Te aconsejo que leas la obra de poetas como Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luís Cernuda, Dulce María Loynaz y Eliseo Diego para que disfrutes de sus mundos poéticos tan cercanos a tu sensibilidad.

Tu poema está escrito en versos libres. Por esta razón te animo a estudiar todo lo relacionado con estos versos llamados libres, blancos o sueltos, que son aquellos que en una estrofa no se relacionan con el número de sílabas o rima de otros versos.

También es bueno que hagas algunos ejercicios de adiestramiento sensorial, en este caso: la contemplación. Es necesario para estimular esa capacidad tan importante en un poeta. Te explico en qué consiste uno de los ejercicios contemplativos para que trabajes en ello.

EJERCICIO CONTEMPLATIVO

Escoge una hora del día en que haya un ambiente tranquilo y de silencio a tu alrededor. Si dispones de un lugar donde estés en contacto con la naturaleza mejor, pero mientras haya vegetación está bien.

Siéntate cerca de las plantas, de modo que estés cómodo y relajado. Cierra los ojos. Espera un rato hasta que tu cuerpo y mente se aquieten. Luego, estira despacio tus manos, como en cámara lenta, y trata de tocar alguna de las plantas.

Acaricia la planta que caiga bajo tus manos y trata de percibir su temperatura, es decir, si es cálida, fría o tibia, y siente todo eso en tus dedos. Luego explora la textura de la misma planta, si es rugosa, lisa, si tiene algo notable en cuanto a su estructura.

Después investiga su tamaño, su movimiento, sus hojas, su tallo y desliza tus dedos por los contornos. Capta todo el ser de cada una de las plantas. Todo eso con los ojos cerrados, como he dicho antes. Después que termines con una planta sigue hacia otra y trata de explorarlas todas tanto por separado como en conjunto.

Tus manos también pueden explorar las vasijas que las contienen, la superficie de la tierra o las piedrecillas, la pared que tengas cerca o un cristal.

Es toda una investigación de lo que te rodea, lo que cual te pondrá en contacto con un mundo fascinante y misterioso que no es el de los libros ni el ordenador.

El ejercicio debe durar el tiempo que quieras. Después, aunque no tiene que ser de inmediato, escribe tu experiencia. Esas notas de tu experiencia saldrán con gran fluidez y espontaneidad y te serán muy útiles para ejercicios y trabajos posteriores en tu obra literaria. El mundo de la poesía va más allá de lo que son versos y rimas, carpetas y papeles.

Por último, te obsequio un material de estudio que te será indispensable para tu desempeño de poeta y escritor. Éxitos.

 
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martes, 7 de enero de 2014

MARIO VARGAS LLOSA NOS DICE ACERCA DE SUS PRIMEROS CUENTOS

Los seis cuentos de Los jefes son un puñado de sobrevivientes de los muchos que escribí y rompí cuando era estudiante, en Lima, entre 1953 y 1957.

No valen gran cosa, pero les tengo cariño porque me recuerdan esos años difíciles en los que, pese a que la literatura era lo que más me importaba en el mundo, no me pasaba por la cabeza que algún día sería, de veras, escritor.

Me había casado muy joven y mi vida estaba asfixiada de trabajos alimenticios, además de las clases universitarias. Pero, más que los cuentos que escribí a salto de mata, lo que guardo en la memoria de esos años son los autores que descubrí, los libros queridos que leí con esa voracidad con que uno se envicia de literatura a los dieciocho años.

¿Cómo me las arreglaba para leer con los trabajos que tenía? Haciéndolos a medias o muy mal. Leía en los ómnibus y en las aulas, en las oficinas y en la calle, en medio del ruido y de la gente, parado o caminando, con tal de que hubiera un mínimo de luz. Mi capacidad de concentración era tal que nada ni nadie podía distraerme de un libro (he perdido esa aptitud). Recuerdo algunas hazañas: Los hermanos Karamazov leído en un domingo; la noche en blanco con la versión francesa de los Trópicos de Henry Miller que un amigo me prestó por unas horas; el deslumbramiento con las primeras novelas de Faulkner que cayeron en mis manos --Las palmeras salvajes, Mientras agonizo, Luz de agosto--, que leí y releí con papel y lápiz, como libros de texto.


Esas lecturas impregnan mi primer libro. Para mí es fácil reconocerlas ahora, pero no lo era cuando escribí los cuentos. El más antiguo, "Los jefes", en apariencia recrea una huelga que intentamos en el Colegio de San Miguel, de Piura, los alumnos que egresábamos, y en la que fracasamos merecidamente. Pero, en realidad, es un eco desafinado de L’espoir de Malraux que iba leyendo mientras lo escribía.


"El desafío" es un cuento memorable, pero por razones que no pueden compartir los lectores. Una revista parisina de arte y viajes --La Revue Française-- dedicó un número al país de los incas y con este motivo organizó un concurso de cuentos peruanos cuyo premio era nada menos que un viaje a París de quince días, con alojamiento en un hotel, el Napoleón, desde cuyas ventanas se veía el Arco del Triunfo. Naturalmente, hubo una epidemia de vocaciones literarias en el territorio nacional y acudieron al concurso centenares de cuentos.

Se me acelera de nuevo el corazón cuando veo entrar a mi mejor amigo al altillo donde yo escribía noticiarios para una radio, a decirme que "El desafío" había ganado el premio y que París me esperaba con banda de música. El viaje fue verdaderamente inolvidable y estuvo lleno de episodios más divertidos que el cuento que me lo brindó.

No pude ver a Sartre, mi ídolo del momento, pero sí a Camus, a quien con tanta audacia como impertinencia abordé a la salida del teatro donde ensayaba una reposición de Les Justes y le infligí una revistilla de ocho páginas que sacábamos en Lima tres amigos (me sorprendió su buen español).

En el Napoleón descubrí que mi vecina de pasillo era otra laureada, que disfrutaba también de quince días gratis de hotel --Miss France 1957-- y pasé mucha vergüenza cuando, en el restaurante del Hotel, Chez Pescadou, donde entraba de puntillas temeroso de arrugar la alfombra, me alcanzaron una red y me indicaron que debía pescar en el estanque del comedor la trucha que, por pura ignorancia, había señalado en el menú.


Me gustaba Faulkner pero imitaba a Hemingway. Estos cuentos deben mucho también al legendario personaje que, en esos años precisamente, vino al Perú a pescar delfines y cazar ballenas. Su paso nos dejó un relente de historias aventureras, diálogos parcos, descripciones clínicas y datos escondidos al lector. Hemingway era una buena lectura para un peruano que comenzaba a escribir hace un cuarto de siglo: una lección de sobriedad y objetividad estilísticas.

Aunque había pasado de moda en otras partes, entre nosotros todavía se practicaba una literatura de campesinas estupradas por ignominiosos terratenientes, escrita con muchas esdrújulas, que los críticos llamaban "telúrica". Yo la odiaba por tramposa, pues sus autores parecían creer que denunciar la injusticia los eximía de toda preocupación artística y hasta gramatical, y, sin embargo, compruebo que ello no me impidió quemar incienso en ese altar, porque "El hermano menor" incurre en tópicos indigenistas, condimenta vez, con motivos procedentes de otra de mis pasiones de la época; los westerns cinematográficos.


"El abuelo" desentona en este conjunto de historias adolescentes y machistas. También él es residuo de lecturas --dos bellos libros perversos de Paul BowIes: A delicate Prey y The Sheltering Sky-- y de un verano limeño de gestos decadentes; íbamos al cementerio de medianoche, adorábamos a Poe y, en espera de hacer algún día satanismo, nos consolábamos con el espiritismo. A la médium, pariente mía, las almas le dictaba los mensajes con idénticas faltas de ortografía. Eran noches intensas y desveladas, pues las sesiones, nos dejaban escépticos sobre el más allá, nos encrespaban los nervios. A juzgar por "El abuelo", fue sabio no insistir en el género malévolo.


El cuento de Los jefes al que le perdonaría la vida es "Día domingo". La institución del "barrio" --fraternidad de muchachas y muchachos con territorio propio, mágico para el juego humano que describió Huizinga-- es ya obsoleta en Miraflores.


La razón es simple: los jóvenes de la clase media limeña tienen ahora, desde que dejan de gatear, bicicletas, motocicletas o automóviles que los traen y llevan a gran distancia de sus casas. Así, cada cual arma una geografía de amigos cuyas curvas se ramifican por la ciudad. Pero hace treinta años sólo teníamos patines que apenas nos permitían dar vueltas a la manzana y ni siquiera los que llegaban a la bicicleta iban mucho más lejos pues las familias se lo prohibían (y en esa época se obedecía).

Así, los muchachos y muchachas estábamos condenados a nuestro "barrio", prolongación del hogar, reino de la amistad. No hay que confundir al “barrio" con el gang norteamericano --masculino, matonesco y gansteril. El "barrio" miraflorino era inofensivo, una familia paralela, tribu mixta, donde se aprendía a fumar, a bailar, a hacer deportes y a declararse a las chicas.


Las inquietudes no eran demasiado elevadas: se reducían a divertirse al máximo cada día feriado y cada verano. Los grandes placeres se llamaban correr olas y jugar fulbito, bailar con gracia el mambo y cambiar de pareja cada cierto tiempo.

Acepto que éramos bastante estúpidos, más incultos que nuestros mayores --que ya es decir-- y ciegos para lo que ocurría en el inmenso país de hambrientos que era el nuestro. Eso lo descubriríamos después y también la fortuna que significaba haber vivido en Miraflores y tenido un "barrio".


Y, retroactivamente, llegaríamos en un momento dado a sentir vergüenza. También eso era estúpido: uno no elige su niñez. En la que me tocó, los recuerdos más cálidos están todos ligados a esos ritos de mi "barrio" con los que --sumada la nostalgia-- escribí "Día domingo".


También el "barrio" es el tema de "Los cachorros". Pero este relato no es pecado de juventud, sino algo que escribí de adulto, en 1965, en París. Digo escribí y mejor sería decir reescribí, porque hice por lo menos una docena de versiones de la historia, que nunca salía. Me rondaba la cabeza desde que leí, en un diario, que un perro había emasculado a un recién nacido, en un pueblecito de los Andes. Desde entonces, soñaba con un relato sobre esa curiosa herida que, a diferencia de las otras, el tiempo iría abriendo en vez de cerrar.


A la vez, le daba vueltas a una novela corta sobre un "barrio": su personalidad, sus mitos, su liturgia. Cuando decidí fundir los dos proyectos, comenzaron los problemas. ¿Quién iba a narrar la historia del niño mutilado? El "barrio". ¿Cómo conseguir que el narrador colectivo no borrara a las diversas bocas que hablaban por la suya? A fuerza de romper papeles. poco a poco fue perfilándose esa voz plural que se deshace en voces individuales y rehace de nuevo en una que expresa a todo el grupo. Quería que "Los cachorros" fuese una historia más cantada que contada y, por eso, cada sílaba está elegida tanto por razones musicales como narrativas; no sé por qué, sentía que, en este caso, la verosimilitud dependía de que el lector tuviera la impresión de estar oyendo, no leyendo: la historia debía entrar por los oídos.


Estos problemas, digamos técnicos, fueron los que me absorbieron. Mi sorpresa fue la variedad de interpretaciones que merecerían las desventuras de Pichula Cuéllar: parábola sobre la importancia de una clase social, castración del artista en el mundo subdesarrollado, paráfrasis de la afasia provocada en los jóvenes por la cultura de la tira cómica, metáfora de mi propia ineptitud de narrador. ¿Por qué no? Cualquiera puede ser cierta.

Una cosa que he aprendido, escribiendo, es que en este quehacer nunca nada está del todo claro: la verdad es mentira y la mentira verdad y nadie sabe para quién trabaja. Lo seguro es que la literatura no resuelve problemas --más bien los crea-- y que en vez de felices hace a las gentes más aptas para la infelicidad.

Así y todo, ella es mi manera de vivir y no la cambiaría por otra.

LA EXPLICACIÓN QUE NO EXPLICA. POR CLARICE LISPECTOR

Las tres experiencias:

Hay tres cosas para las que nací y por las que doy mi vida.

Nací para amar a los otros, nací para escribir y nací para criar a mis hijos.

El "amar a los otros" es tan vasto que incluye hasta el perdón para mí misma, con lo que sobra. Las tres cosas son tan importantes que mi vida es corta para tanto. Tengo que apurarme, el tiempo urge.


No puedo perder un minuto del tiempo que hace mi vida. Amar a los otros es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio.


Y nací para escribir. La palabra es mi dominio sobre el mundo. Tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente. Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué fue ésta la que seguí. Tal vez porque para las otras vocaciones necesitaría un largo aprendizaje, mientras que para escribir el aprendizaje es la propia vida viviéndose en nosotros y alrededor nuestro. Es que no sé estudiar. Y, para escribir, el único estudio es justamente escribir.


Me adiestré desde los siete años para tener un día la lengua en mi poder. Y no obstante, cada vez que voy a escribir es como si fuera la primera vez. Cada libro mío es un estreno penoso y feliz. Esa capacidad de renovarme toda a medida que el tiempo pasa es lo que yo llamo vivir y escribir [...]

El primer libro de cada una de mis vidas:


Me preguntaron una vez cuál fue el primer libro de mi vida.

 Prefiero hablar del primer libro de cada una de mis vidas. Busco en la memoria y tengo en las manos la sensación casi física de sostener aquella preciosura: un libro finito que contaba la historia del Patito Feo y la de la lámpara de Aladino.

Yo leía y releía las dos historias, los niños no tienen eso de leer sólo una vez: los niños aprenden casi de memoria y, aún sabiendo de memoria, releen con mucho de la excitación de la primera vez.


La historia del patito que era feo en medio de los otros lindos, pero cuando creció se reveló el misterio: no era un pato sino un bello cisne. Esa historia me hizo meditar mucho, y me identifiqué con el sufrimiento del patito feo; ¿quién sabe si yo no era un cisne? 


En cuanto a Aladino, soltaba mi imaginación hacia las distancias de lo imposible a las que era proclive: en aquella época lo imposible estaba a mi alcance. La idea del genio que decía: pídeme lo que quieras, soy tu siervo --eso me hacía caer en el delirio. Quieta en mi rincón, pensaba si algún genio me diría: "Pídeme lo que quieras". Pero desde entonces se revelaba que soy de aquellos que tienen que utilizar los propios recursos para obtener lo que desean, cuando lo logran.


Tuve varias vidas. En otra de mis vidas, mi libro sagrado me fue prestado porque era carísimo: Travesuras de Naricita. Ya conté el sacrificio de humillaciones y perseverancias por el que pasé, pues, estando preparada ya para leer a Monteiro Lobato, el grueso libro pertenecía a una niña cuyo padre tenía una librería. La nena gorda y muy pecosa se vengó volviéndose sádica y, al descubrir cuánto me significaría leer ese libro, hizo el juego de "ven mañana a casa que te lo presto".


Cuando yo iba, con el corazón literalmente saltando de alegría, ella me decía: 'Hoy no te lo puedo prestar, ven mañana". Después de cerca de un mes de ven mañana, que yo, altiva como era, recibía con humildad para que la nena no me cortara de una vez por todas la esperanza, la madre de aquel primer monstruito de mi vida comprendió lo que pasaba y, un poco horrorizada de su propia hija, le ordenó que en ese mismo momento me prestara el libro. No lo leí de un tirón: lo leí de a poco, algunas páginas por vez para no gastarlo. Creo que fue el libro que me dio más alegría en esa vida.


En otra vida que tuve, era socia de una biblioteca popular circulante. Sin guía, elegía los libros por el título. Y he aquí que un día elegí un libro llamado El lobo estepario, de Hermann Hesse. El título me gustó, pensé que se trataba de un libro de aventuras del tipo Jack London. El libro, que leí cada vez más deslumbrada, era de aventuras, sí, pero de otras aventuras. Y yo, que ya escribía cuentos cortos, de los 13 a los 14 años fui germinada por Hermann Hesse y empecé a escribir un cuento largo imitándolo: el viaje interior me fascinaba. Había entrado en contacto con la gran literatura.


En otra vida que tuve, a los 15 años, con el primer dinero ganado con mi trabajo, entré altiva porque tenía dinero en una librería que me pareció el mundo donde me gustaría vivir. Hojeé casi todos los libros de los estantes, leía algunos renglones y pasaba a otro. Y de repente uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, presa, allí mismo. Emocionada, pensaba: ¡pero este libro soy yo! Y, conteniendo un estremecimiento de profunda emoción, lo compré. Sólo después supe que la autora no era anónima, y que, por el contrario, se la consideraba una de las mejores escritoras de su época: Katherine Mansfield.

Misterio:

Cuando empecé a escribir ¿qué deseaba lograr? Quería escribir algo que fuera tranquilo y sin modas, algo como el recuerdo de un monumento alto que parece más alto porque es recuerdo. Pero quería, de paso, haber tocado realmente el monumento. Sinceramente, no sé lo que simbolizaba para mí la palabra monumento. Y terminé escribiendo cosas completamente diferentes.

Había una vez:

Respondí que lo que realmente me gustaría era poder finalmente escribir un día un cuento que comenzara así: "había una vez..." ¿Para chicos?, preguntaron. No, para adultos, respondí, ya distraída, ocupada en recordar mis primeros cuentos, escritos a los siete años, todos iniciados con "había una vez"; los mandaba a la página infantil de los jueves del diario de Recife, y ninguno, pero ninguno, fue publicado jamás. Y era fácil ver por qué; ninguno contaba realmente un cuento con los hechos necesarios para un cuento. Yo leía los que publicaban ellos, y todos relataban un acontecimiento. Pero si ellos eran tercos, yo también.


Pero desde entonces yo había cambiado tanto, quién sabe si ahora estaba preparada para el verdadero "había una vez". Me pregunté, en seguida: ¿y por qué no comienzo?, ¿ahora mismo? Sería sencillo, sentí.


Y comencé. Al escribir la primera frase, vi inmediatamente que aún me resultaba imposible. Había escrito:
"Había una vez un pájaro, Dios mío."

La experiencia mayor:

Antes yo había querido ser los otros para conocer lo que no era yo. Entendí entonces que yo ya había sido los otros y eso era fácil. Mi experiencia mayor sería la de ser la médula de los otros: y la médula de los otros era yo.

Aproximación gradual:

Si tuviera que dar un título a mi vida, sería éste: En busca de la propia cosa.

El uso del intelecto:

Tal vez ése haya sido mi mayor esfuerzo de vida: para comprender mi no-inteligencia, mi sentimiento, fui obligada a volverme inteligente. (Se usa la inteligencia para entender la no-inteligencia. Sólo que después el instrumento --el intelecto-- por vicio de juego se sigue usando; y no podemos tomar las cosas con las manos limpias, directamente de la fuente.)

Declaración de amor:


Ésta es una confesión de amor: amo la lengua portuguesa, No es fácil. No es maleable. Y, como no fue profundamente trabajada por el pensamiento, su tendencia es la de no tener sutilezas y reaccionar a veces con un verdadero puntapié contra los que temerariamente osan transformarla en una lengua de sentimiento y de alerta. Y de amor. La lengua portuguesa es un verdadero desafío para quien escribe. Sobre todo para quien escribe sacando de las cosas y de las personas la primera capa de superficialidad.


A veces reacciona frente a un pensamiento más complicado. A veces se asusta con lo imprevisible de una frase. Me gusta manejarla --como me gustaba estar montada en un caballo y guiarlo con las riendas, a veces lentamente, a veces al galope.
Yo querría que la lengua portuguesa llegase al máximo en mis manos. Y todos los que escriben tienen ese deseo. Un Camoens y otros como él no bastaron para darnos una herencia de lengua ya hecha para siempre. Todos los que escribimos estamos haciendo del túmulo del pensamiento alguna cosa que le dé vida.
Esas dificultades, nosotros las tenemos. Pero no hablé del encantamiento de lidiar con una lengua que no fue profundizado. Lo que recibí de herencia no me basta.


Si yo fuera muda, y tampoco pudiera escribir, y me preguntaran a qué lengua querría pertenecer, diría: a la inglesa, que es precisa y bella. Pero como no nací muda y pude escribir, se volvió absolutamente claro para mí que lo yo quería era escribir en portugués. Y hasta querría no haber aprendido otras lenguas: sólo para que mi abordaje del portugués fuera virgen y límpido.

Escribir:

Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo dije, y con sinceridad. Hoy repito: es una maldición, pero una maldición que salva.

No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar entender, es buscar reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida.
Qué pena que sólo sé escribir cuando la "cosa" viene espontáneamente. Así quedo a merced del tiempo. Y, entre un escribir verdadero y otro, pueden pasar años.

Me acuerdo ahora con saudade del dolor de escribir libros.

Sobre la escritura:

A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa. Es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas. Es en el momento de escribir cuando muchas veces soy consciente de cosas, de las cuales, siendo inconsciente, antes yo no sabía que sabía.

Forma y contenido:

Se habla de la dificultad entre la forma y el contenido, en materia de escribir, hasta se llega a decir: el contenido es bueno pero la forma no, etc. Pero, por Dios, el problema no es el que el contenido está de un lado y la forma del otro, Así sería fácil: sería como relatar a través de una forma lo que ya existía libre, el contenido. Pero la lucha entre la forma y el contenido está en el pensamiento mismo: el contenido lucha por formarse.

Para decir la verdad, es imposible un contenido sin su forma. La intuición es la honda reflexión inconsciente que prescinde de forma mientras ella misma, antes de subir a la superficie, se trabaja. Me parece que la forma aparece cuando el ser todo está con un contenido maduro, ya que se quiere dividir el pensar o el escribir en dos fases. La dificultad de forma está en el mismo constituirse del contenido, en el propio pensar o sentir, que no sabrían existir sin su forma adecuada y a veces única.

Las apariencias engañan

Y mi apariencia me engaña.

Dos modos:


Como si yo buscara no aprovechar la vida inmediata, pero sí la más profunda, lo que me da dos modos de ser: en vida, observo mucho, soy activa en las observaciones, tengo sentido del ridículo, del buen humor, de la ironía, y tomo partido. Escribiendo, tengo observaciones por así decir pasivas, tan interiores que se escriben al mismo tiempo que son sentidas, casi sin lo que se denomina proceso. Por eso al escribir no elijo, no puedo multiplicarme en mil, me siento fatal a pesar mío.

Entendimiento:


Todas las visitaciones que tuve en la vida, llegaron, se sentaron y no dijeron nada.

Crítica liviana:

En el libro de Pelé las cosas van sucediendo, y después sucediendo, y después sucediendo. Es diferente del tuyo, porque tú solamente inventas. El tuyo es más difícil de hacer, pero el de él es mejor.

Prescindir de lo atrayente:


Sería más atrayente si yo lo hiciera más atrayente. Usando, por ejemplo, algunas de las cosas que enmarcan una vida o una cosa o historia de amor o un personaje. Es perfectamente lícito hacerlo atrayente, sólo que existe el peligro de que un cuadro se vuelva cuadro porque el marco lo hizo cuadro.

Para leer, es claro, prefiero lo atrayente, me cansa menos, me arrastra más, me delimita y me circunda. Para escribir, sin embargo, tengo que prescindir. La experiencia vale la pena, aunque tan sólo sea para quien la escribió.

Abstracto es lo figurativo:


Tanto en pintura como en música y literatura, tantas veces lo que llaman abstracto me parece apenas lo figurativo de una realidad más delicada y más difícil, menos visible al ojo desnudo.

Una puerta abstracta:


Desde cierto punto de vista, considero hacer cosas abstractas como lo menos literario. Ciertas páginas, vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando la cosa misma, y es la sinceridad más grande. Es como si se esculpiera --¿cuál es la escultura más auténtica del cuerpo?, el cuerpo, la forma misma del cuerpo-- y no la expresión "dada" al cuerpo. Una Venus desnuda, de pie, 'inexpresivo", es mucho más que la idea literaria de Venus.

Estoy llamando "idea literaria" de Venus a una idea, por ejemplo, que tuviera en el rostro una sonrisa de Venus, una mirada de Venus, como un rótulo. La Venus de Milo: es una mujer abstracta. (Si dibujo en un papel, minuciosamente, una puerta, y no le agrego nada mío, estaré dibujando muy objetivamente una puerta abstracta.)

Cómo se llama:


Si recibo un regalo dado con cariño por una persona que no me gusta, ¿cómo se llama lo que siento? Una persona de quien no se gusta más y que no gusta más de uno, ¿cómo se llama esa pena y ese rencor? Estar ocupada, y de repente detenerse por haber sido invadida por una desocupación beata, milagrosa, sonriente e idiota, ¿cómo se llama lo que se sintió? La única manera de llamar es preguntar: ¿cómo se llama? Hasta hoy solamente conseguí nombrar con la propia pregunta. ¿Cuál es el nombre?, y éste es el nombre.

Escribir, humildad, técnica:


Esa incapacidad de alcanzar, de comprender, es lo que hace que yo, por instinto de... ¿de qué?, busque un modo de hablar que me lleve más rápido al entendimiento.

Ese modo, ese "estilo"(!), ya fue llamado varias cosas, pero no lo que realmente y tan sólo es: una búsqueda humilde. Nunca tuve un problema de expresión, mi problema es mucho más grave: es el de la concepción.

Cuando hablo de “humildad", me refiero a la humildad en el sentido cristiano (como ideal que se puede alcanzar o no); me refiero a la humildad que viene de la plena conciencia de ser realmente incapaz.

Y me refiero a la humildad como técnica. Virgen María, hasta yo misma me asusté con mi falta de pudor; pero es que no es falta. La humildad como técnica es lo siguiente: sólo cuando uno se aproxima a la cosa con humildad, ella no escapa totalmente. El orgullo no es pecado, por lo menos no es grave: el orgullo es cosa infantil en la que se cae como se cae en la glotonería. Sólo que el orgullo tiene la enorme desventaja de ser un grave error, con todo el atraso que el error da a la vida: hace perder mucho tiempo.

Escribir las entrelíneas:


Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra que pesca lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra --la entrelínea-- muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, se podría arrojar fuera la palabra con alivio. Pero ahí cesa la analogía: la no-palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es escribir distraídamente.

La pesca milagrosa:


Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra muerde la carnada, alguna cosa se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra. Pero ahí cesa la analogía: la no-palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es leer, "distraídamente".

Pues ya que se ha de escribir:


Pues ya que se ha de escribir, que al menos no se aplasten con palabras las entrelíneas.

Aventura:


Mis intuiciones se vuelven más claras al esforzarme en trasponerlas en palabras. Es en este sentido, pues, que escribir me resulta una necesidad. Por un lado, porque escribir es una manera de no mentir el sentimiento (la transfiguración involuntario de la imaginación es tan sólo un modo de llegar); por el otro, escribo por incapacidad de entender, a no ser a través del proceso de escribir. Si adopto un aire hermético, es que no sólo lo principal es no mentir el sentimiento, sino porque tengo incapacidad de trasponerlo de un modo claro sin que lo mienta: mentir el pensamiento sería perder la única alegría de escribir.

Así, tantas veces adopto un aire involuntariamente hermético, lo que me parece bien aburrido en los demás. Después de escrita la cosa, ¿podría fríamente hacerla más clara? Pero es que soy obstinada. Y por otro lado, respeto una cierta claridad peculiar del misterio natural, no sustituible por ninguna otra claridad. Y también porque creo que la cosa se aclara sola con el tiempo; así como en un vaso de agua, una vez depositado en el fondo cualquier cosa que sea, el agua se vuelve clara. Si el agua jamás se vuelve limpia, peor para mí.

Acepto el riesgo. Acepté riesgos mucho mayores, como todo el mundo que vive. Y si acepto el riesgo, no es por libertad arbitraria o inconsciencia o arrogancia; cada día que despierto, incluso por costumbre, acepto el riesgo. Siempre tuve un profundo sentido de aventura, y la palabra profundo está ahí queriendo decir inherente.

Este sentido de aventura es el que me da lo que tengo de aproximación más imparcial y real con relación a vivir y, sin quererlo, a escribir.

La peligrosa aventura de escribir:


"Mis intuiciones se vuelven más claras al esforzarme en trasponerlas en palabras." Eso escribí una vez. Pero es un error, porque, al escribir, encolada y pegada, está la intuición. Es peligroso porque nunca se sabe lo que vendrá, si se es sincero. Puede venir el aviso de una destrucción, de una autodestrucción por medio de las palabras. Pueden venir recuerdos que jamás querríamos ver en la superficie. El clima se puede volver apocalíptico.

El corazón tiene que estar puro para que venga la intuición. ¿Y cuándo, Dios mío, se puede decir que el corazón está puro? Porque es difícil comprobar la pureza: a veces en el amor ilícito está toda la pureza del cuerpo y del alma, no bendecido por un padre, sino bendecido por el propio amor. Y todo eso se puede llegar a ver; y haber visto es irrevocable. No se juega con la intuición, no se juega con la escritura: la caza puede herir de muerte al cazador.

Sumisión al proceso:


El proceso de escribir está hecho de errores --la mayoría esenciales--, de coraje y pereza, desesperación y esperanza, de vegetativa atención, de sentimiento constante (no pensamiento) que no conduce a nada, no conduce a nada, y de repente aquello que se pensó que era “nada" era el verdadero contacto temible con la tesitura de vivir; y ese instante de reconocimiento, ese zambullir anónimo en la tesitura anónima, ese instante de reconocimiento (igual que una revelación) necesita ser recibido con la mayor inocencia, con la inocencia con que está hecho. ¿El proceso de escribir es difícil?, pero es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor. (¡Mamá, me dijo el chico, el mar está lindo, verde y con azul, y con olas!, ¡todo él está naturizado!, ¡todo él sin haberlo hecho nadie!)

La enorme impaciencia al trabajar (quedarse parado junto a la planta para verla crecer y no se ve nada) no está en relación con la cosa propiamente dicha, sino con la paciencia monstruosa que se tiene (la planta crece de noche). Como si se dijera: "no soporto un minuto más ser tan paciente", "la paciencia del relojero me irrita", etc. Lo que más me impacienta es la paciencia vengativa, buey sirviendo al arado.

No soltar los caballos:


Como en todo, también al escribir tengo una especie de temor de ir demasiado lejos. ¿Qué será eso? ¿Por qué? Me detengo, como si retuviera las riendas de un caballo que pudiera galopar y llevarme Dios sabe dónde. Me reservo. ¿Por qué y para qué? ¿Para qué cosa estoy economizándome? Ya tuve clara conciencia de eso cuando una vez escribí: "es necesario no tener miedo de crear". ¿Por qué el miedo? ¿Miedo de conocer los límites de mi capacidad? ¿O miedo del aprendiz de hechicero, que no sabía cómo detenerse? Quién sabe, así como una mujer que se reserva intacta para entregarse un día al amor, así tal vez yo quiera morir toda entera para que Dios me tenga toda.

Escribir, prolongar el tiempo:


No puedo escribir mientras estoy ansiosa o espero soluciones, porque en tales periodos hago todo lo posible para que las horas pasen; y escribir es prolongar el tiempo, es dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.

Escribiendo:


Ya no recuerdo dónde fue el comienzo; fue, por así decirlo, escrito todo al mismo tiempo. Todo estaba allí, o debía estarlo, como en el espacio temporal de un plano abierto, en las teclas simultáneas del piano. Escribí buscando con mucha atención lo que se estaba organizando en mí y que sólo después de la quinta paciente copia empecé a advertir.

Mi temor era que por impaciencia hacia la lentitud que tengo en comprenderme, estuviera apresurando antes de tiempo un sentido. Tenía la impresión de que, si me concediese más tiempo, la historia diría sin convulsión lo que necesitaba decir. Cada vez más, todo me parece una cuestión de paciencia, de amor creando paciencia, de paciencia creando amor. Él se levantó, todo al mismo tiempo, emergiendo más aquí que allí.


Esta paciencia tuve, y con ella aprendía: la de soportar, sin ninguna promesa, la incomodidad del desorden. Pero también es cierto que el orden molesta. Como siempre, la dificultad más grande es la espera. (Estoy sintiéndome mal, le diría la mujer al médico. Es que usted va a tener un hijo. Y yo que pensaba que me estaba muriendo, respondería la mujer.) El alma deformada, creciendo, cobrando volumen, si al menos saber aquello que se espera. A veces, a lo que nace muerto, se sabe que se lo esperaba. Además de la espera difícil, la paciencia de recomponer paulatinamente la visión que fue instantánea. Y como si eso no bastara, desgraciadamente no sé "redactar", no con- sigo "relatar una idea", no sé "vestir una idea con palabras". Lo que sale a la superficie ya viene con o a través de palabras, o no existe.


Al escribirlo, nuevamente la certeza, sólo paradoja en apariencia: lo que estorba al escribir es tener que usar palabras. Es incómodo. Si pudiera escribir por intermedio del dibujo en la madera o de acariciar la cabeza de un niño o de pasear por el campo, jamás habría entrado por el camino de la palabra. Haría lo que hace tanta gente que no escribe, y exactamente con la misma alegría y el mismo tormento de quien escribe, y con las mismas profundas decepciones inconsolables: no usaría palabras. Lo que puede llegar a ser mi solución. Si así fuera, bienvenida.

La explicación que no explica:


No me resulta fácil acordarme de cómo y por qué escribí un cuento o una novela. Después que se despegan de mí, tampoco yo los reconozco. No se trata de "trance", pero la concentración al escribir parece borrar la conciencia de lo que no haya sido el hecho de escribir propiamente dicho. Con todo, puedo intentar reconstituir alguna cosa, si es que importa, y si responde a lo que se me preguntó.


Lo que recuerdo del cuento "Feliz cumpleaños", por ejemplo, es la impresión de una fiesta que no fue diferente de otras fiestas de cumpleaños; pero aquél era un día pesado de verano, y hasta creo que no puse la idea de verano en el cuento.

Tuve una "impresión", de la que resultaron algunas líneas imprecisas, anotadas tan sólo por el gusto y la necesidad de profundizar lo que se siente. Años después, al encontrarme con esas líneas, nació la historia entera, con la rapidez de quien estuviera transcribiendo una escena ya vista, y, sin embargo, nada de lo que escribí sucedió en aquella o en otra fiesta.


 Mucho tiempo después, un amigo me preguntó de quién era aquella abuela. Respondí que era la abuela de los demás. Dos días después la verdadera respuesta me vino espontánea, y con sorpresa descubrí que la abuela era justamente la mía, y de ella yo sólo había conocido, siendo chica, un retrato, nada más.
"Misterio en San Cristóbal" es un misterio para mí; fui escribiéndolo tranquilamente, como quien desenrolla un ovillo de hilo.

No encontré la menor dificultad. Creo que la ausencia de dificultad vino de la propia concepción del cuento: su atmósfera tal vez necesitara de esa actitud mía de apartamiento, de cierta no-participación. La falta de dificultad es capaz de haber sido técnica interna, manera de abordar, delicadeza, distracción fingida.


De "Devaneo y embriaguez de una muchachita" sé que me divertí tanto que fue un placer escribirlo. Mientras duró el trabajo, estaba siempre de un buen humor distinto al de todos los días, y, aunque los demás no llegaran a notario, yo hablaba a la manera portuguesa, haciendo, según me parece, una experiencia de lenguaje. Fue excelente escribir sobre la portuguesa.
De "Lazos de familia" no grabé nada.


Del cuento "Amor" recuerdo dos cosas: una --al escribir--, la intensidad con la que inesperadamente caí con el personaje dentro de un jardín botánico no calculado, y de donde casi no conseguimos salir, de tan enredadas en las lianas, y medio hipnotizadas, hasta el punto de tener que hacer a mi personaje llamar al guardián para abrir los portones ya cerrados, pues si no, habríamos pasado a vivir ahí mismo hasta hoy.


La segunda cosa que recuerdo es un amigo leyendo la historia mecanografiada para criticarla, y yo, al oírla en una voz humana y familiar, teniendo de pronto la impresión de que sólo en aquel instante la historia nacía; y nacía ya hecha, como nace el niño. Este momento fue el mejor de todos: el cuento me fue dado allí, y lo recibí, o allí lo di y él fue recibido, o las dos cosas, que son una sola.


De "La cena" nada sé.

"Una gallina" fue escrito en cerca de media hora. Me habían encargado una crónica; yo lo estaba intentando sin intentarlo propiamente, y terminé no entregándola; hasta que un día noté que aquella era una historia enteramente redonda, y sentí con qué amor la había escrito. Vi también que había escrito un cuento y que allí estaba la simpatía que siempre había sentido por los animales, una de las formas accesibles de gente.
"Comienzos de una fortuna" fue escrito más para ver en qué daría intentar una técnica tan leve que apenas se entremezclase con la historia. Fue construido medio en frío, Y Yo tan sólo guiada por la curiosidad. Es más un ejercicio de escalas.


“Preciosidad" es un tanto irritante, terminé antipatizando con la muchacha, y después pidiéndole disculpas Por antipatizar, y en la hora de pedir disculpas teniendo ganas de no pedirlas. Terminé arreglando su vida más por descargo de conciencia y por responsabilidad de autora que por amor. Escribir así no vale la pena” envuelve de un modo equivocado, acaba con la paciencia. Tengo la impresión de que, aunque pudiera hacer de ese cuento un buen ciento, intrínsecamente no lo sería.


"Imitación de la rosa" usó varios padres y madres para nacer. Existió el choque inicial de la noticia de alguien que se había enfermado, sin yo entender por qué. Hubo ese mismo día rosas que me mandaron, y que repartí con una amiga. Hubo esa constante en la vida de todos, que es la rosa como flor. Y hubo todo lo otro que no sé, y que es el caldo de cultivo de cualquier historia.


"Imitación" me dio la oportunidad de usar un tono monótono que me satisface mucho: la repetición me resulta agradable, y la repetición sucediendo en el mismo lugar termina cavando poco a poco; la cantinela pesada alguna cosa dice. "El crimen del profesor de matemáticas" se llamaba antes "El crimen", y fue publicado.


Años después entendí que el cuento simplemente no había sido escrito. Entonces lo escribí. Sin embargo, permanece la impresión de que sigue no escrito. Todavía no entiendo al profesor de matemáticas, aun cuando sepa que él es lo que yo dije. "La mujer más pequeña del mundo" me recuerda un domingo de primavera en Washington, un niño durmiéndose en los brazos en mitad de un paseo, los primeros calores de mayo, mientras la mujer más pequeña del mundo (una noticia leída en el diario) intensificaba todo eso en un lugar que me parece el origen del mundo: África.


Creo que también este cuento viene de mi amor por los animales; me parece que siento a los animales como una de las cosas todavía muy próximas a Dios, material que no se inventó a sí mismo, cosa aún caliente del propio nacimiento; y, sin embargo, cosa poniéndose ya inmediatamente de pie, y ya viviendo del todo, y en cada minuto viviendo de una vez, nunca tan sólo poco a poco, no economizándose nunca, no gastándose nunca. "El búfalo" me recuerda muy vagamente un rostro que vi en una mujer o en varias, o en hombres; y una de las mil visitas que hice a jardines zoológicos.

En ésa, un tigre me miró. Yo lo miré, él sostuvo la mirada, yo no, y me volví hasta hoy. El cuento nada tiene que ver con todo eso, fue escrito y dejado a un lado. Un día lo releí y sentí un impacto de malestar y horror.

Recordar lo que no existió
Tantas veces escribir es recordar lo que nunca existió. ¿Cómo lograré saber lo que ni siquiera sé? Así: como si recordara. Con un esfuerzo de memoria, como si yo nunca hubiera nacido. Nunca nací, nunca viví: pero recuerdo, y éste es un recuerdo en carne viva.

Un escalón arriba:


Hasta ahora no sabía que se puede no escribir. Gradualmente, gradualmente, hasta que, de pronto, llega el descubrimiento. Muy tímido. Quién sabe, también yo podría no escribir.
Qué infinitamente más ambicioso es. Es casi inalcanzable.

Crítica pesada:

Voy a hacer un cuento imitándote. Y va a ser también a máquina: chica mendiga.

Era una cosa. Quieta, bonita, sola. Acorralada en aquel rincón, sin más ni menos. Pedía dinero con intimidez. Sólo le quedaba eso: medio bizcocho y un retrato de su madre, que había muerto hacía tres días.

Al linotipista:


Disculpe que me esté equivocando tanto a máquina. Primero es porque se me quemó la mano derecha. Segundo, no sé por qué.
Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si usted me encuentra exquisita, respete eso también. Hasta yo fui obligada a respetarme.

Escribir es una maldición.


“Clarice Lispector” en Teorías del cuento III.

EL OBJETIVO DEL ESCRITOR, SEGÚN GUY DE MAUPASSANT

La meta (del escritor serio) no es contarnos una historia, no conmovernos o divertirnos, sino hacernos pensar y llevarnos a entender el sentido oculto y profundo de los hechos. Dado que ha observado y meditado, el escritor aprecia el universo, los objetos, los hechos y los seres humanos de una manera personal que es el resultado de combinar sus observaciones y reflexiones.

 Lo que trata de comunicarnos es esta visión personal del mundo, reproducida en su ficción. A fin de conmovernos como él ha sido conmovido por el espectáculo de la vida, debe reproducirlo ante nuestros ojos con escrupulosa exactitud. Debe componer su obra con tal sagacidad, con tal disimulo y aparente simplicidad, que sea imposible descubrir su plan o percibir sus intenciones.


En lugar de urdir una aventura y desliarla de modo que sea interesante de principio a fin, el escritor deberá partir de un momento determinado en la existencia de sus personajes y conducirlos a través de transiciones naturales hasta el período siguiente.


Ha de mostrar cómo las mentes cambian bajo el influjo de las circunstancias del ambiente, y cómo se desenvuelven los sentimientos y las pasiones. De tal modo, mostrará nuestros amores, nuestros odios, nuestras luchas, en toda suerte de condiciones sociales, y cómo los intereses –sociales, financieros, políticos y personales-- compiten entre sí.


La inteligencia del escritor en la creación de su trama residirá, entonces, no en el uso de lo sentimental o lo encantador, en un inicio fascinante o una catástrofe emotiva, sino en la combinación ingeniosa de pequeños detalles constantes de los que el lector habrá de comprender un sentido definitivo en la obra... (El autor) deberá saber cómo eliminar, de entre los minúsculos e innumerables detalles cotidianos, todos los que le sean inútiles; debe subrayar aquellos que hayan escapado a la atención de observadores menos acuciosos, aquellos que dan a la historia su efecto y valor en tanto ficción.


Un escritor hallaría imposible describir todo lo que hay en la vida, pues precisaría de un volumen diario para enlistar la multitud de incidentes sin importancia que llenan nuestras horas.


Cierta selectividad se hace indispensable... lo que representa el primer revés para la teoría de la “completa verdad” (de la literatura realista).


La vida, además, está compuesta de los elementos más impredecibles, dispares y contradictorios. Es brutal, inconsecuente y desmadejada, llena de catástrofes inexplicables, ilógicas.


He aquí por qué el escritor, una vez escogido su tema, ha de tomar del caos de la vida, entorpecida por riesgos y trivialidades, sólo los detalles útiles para su asunto y omitir el resto.


Un ejemplo entre mil. El número de seres humanos que mueren cada día en el mundo a causa de algún accidente es considerable. Pero ¿nos es dable dejar caer una teja en la cabeza de nuestro protagonista, o arrojarlo bajo las ruedas de una carreta, a medias de la narración, con la excusa de que es indispensable incluir un accidente?


La vida puede permitirse omitir diferencias, o bien acelerar ciertos hechos y posponer otros. La literatura, por su parte, presenta hechos inteligentemente orquestados y transiciones ocultas, incidentes esenciales realizados por la sola habilidad del escritor. Cuando el autor da a cada detalle su exacta tonalidad, acorde con su importancia, produce la honda impresión de la verdad particular que desea hacer resaltar.


Para que las cosas parezcan reales en la página se debe procurar la más completa ilusión de realidad a través de seguir el orden lógico de los hechos y no mediante la transcripción rigurosa de la desordenada sucesión del acontecer cronológico de la vida.
Mi conclusión, a partir de este análisis, es que los escritores que se llaman a sí mismos realistas, deberían, más bien, nombrarse ilusionistas.


Cuán pueril es, más aún, creer en una realidad absoluta, pues cada uno lleva la suya propia en sus pensamientos y sus sentidos. Nuestros ojos, nuestros oídos, nuestro olfato, nuestro gusto, crean tantas verdades como individuos hay. Nuestras mentes, en las que la información captada por los sentidos ha dejado huellas diversas, comprenden, analizan y juzgan como si cada uno de nosotros perteneciese a una raza distinta.


Así, cada quien crea, individualmente, una ilusión personal del mundo, que puede ser poética, sentimental, gozosa, melancólica, sórdida o frágil, de acuerdo con nuestras naturalezas. La meta del escritor es reproducir fielmente esta ilusión de realidad mediante el uso de todas las técnicas literarias a su alcance.

ANTE EL TRIBUNAL

Cada veinticinco o treinta años el arte sufre un choque revolucionario que la literatura, por su vasta influencia y vulnerabilidad, siente más rudamente que sus colegas. Estas rebeliones, asonadas, motines o como quiera llamárseles, poseen una característica dominante que consiste, para los insurrectos, en la convicción de que han resuelto por fin la fórmula del Arte Supremo.

Tal pasa hoy. El momento actual ha hallado a su verdadero dios, relegando al olvido toda la errada fe de nuestro pasado artístico. De éste, no las grandes figuras cuentan. Pasaron.


Hacia atrás, desde el instante en que se habla, no existe sino una falange anónima de hombres que por error se consideraron poetas. Son los viejos. Frente a ella, viva y coleante, se alza la falange, también anónima, pero poseedora en conjunto y en cada uno de sus individuos, de la única verdad artística. Son los jóvenes, los que han encontrado por fin en este mentido mundo literario el secreto de escribir bien.


Uno de esos días, estoy seguro, debo comparecer ante el tribunal artístico que juzga a los muertos, como acto premonitorio del otro, del final, en que se juzgará a los “vivos” y los muertos.


De nada me han de servir mis heridas aún frescas de la lucha, cuando batallé contra otro pasado y otros yerros con saña igual a la que se ejerce hoy conmigo. Durante veinticinco años he luchado por conquistar, en la medida de mis fuerzas, cuanto hoy se me niega. Ha sido una ilusión. Hoy debo comparecer a exponer mis culpas, que yo estimé virtudes, y a librar del báratro en que se despeña a mi nombre, un átomo siquiera de mi personalidad.


No creo que el tribunal que ha de juzgarme ignore totalmente mi obra. Algo de lo que he escrito debe de haber llegado a sus oídos. Sólo esto podría bastar para mi defensa (¡cuál mejor, en verdad!), si los jueces actuantes debieran considerar mi expediente aislado. Pero como he tenido el honor de advertirlo, los valores individuales no cuentan. Todo el legajo pasatista será revisado en bloque, y apenas si por gracia especial se reserva para los menos errados la breve exposición de sus descargos.


Más he aquí que según informes en este mismo instante, yo acabo de merecer esta distinción. ¿Pero qué esperanzas de absolución puedo acariciar, si convaleciente todavía de mi largo batallar contra la retórica, el adocenamiento, la cursilería y la mala fe artísticas, apenas se me concede en esta lotería cuya ganancia se han repartido de antemano los jóvenes, un minúsculo premio por aproximación?


Debo comparecer. En llano modo, cuando llegue la hora, he de exponer ante el fiscal acusador las mismas causales por las que condené a los pasatistas de mi época cuando yo era joven y no el anciano decrépito de hoy. Combatí entonces por que se viera en el arte una tarea seria y no vana, dura y no al alcance del primer desocupado.


--Perfectamente –han de decirme--; pero no generalice. Concrétese a su caso particular.

--Muy bien –responderé entonces--.

Luché porque no se confundieran los elementos emocionales del cuento y de la novela; pues si bien idénticos en uno y otro tipo de relato, diferenciábase esencialmente la acuidad de la emoción creadora que a modo de corriente eléctrica, manifestábase por su fuerte tensión en el cuento y por su vasta amplitud en la novela. Por esto los narradores cuya corriente emocional adquiría gran tensión, cerraban su circuito en el cuento, mientras los narradores en quienes predominaba la cantidad, buscaban en la novela la amplitud suficiente. No ignoraban esto los pasatistas de mi tiempo. Pero aporté a la lucha mi propia carne, sin otro resultado, en el mejor de los casos, que el de que se me tildara de “autor de cuentitos”, porque eran cortos. Tal es lo que hice, señores jueces, a fin de devolver al arte lo que es del arte, y el resto a la vanidad retórica.


--No basta esto para su descargo-- han de objetarme, sin duda.

--Bien –continuaré yo--. Luché por que el cuento (ya que he de concretarme a mi sola actividad), tuviera una sola línea, trazada por una mano sin temblor desde el principio al fin.

Ningún obstáculo, ningún adorno o disgresión, debía acudir o aflojar la tensión de su hilo. El cuento era, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco. Cuantas mariposas trataran de posarse sobre ella para adornar su vuelo, no conseguirían sino entorpecerlo. Esto es lo que me empeñé en demostrar, dando al cuento lo que es del cuento, y al verso su virtud esencial.


En este punto he de oír seguramente la voz severa de mis jueces que me observan:

--Tampoco esas declaraciones lo descargan en nada de sus culpas... aun en el supuesto de que usted haya utilizado de ellas una milésima parte en su provecho.


--Bien –tornaré a decir con voz todavía segura, aunque ya sin esperanza alguna de absolución--.

Yo sostuve, honorable tribunal, la necesidad en arte de volver a la vida cada vez que transitoriamente aquél pierde su concepto; toda vez que sobre la finísima urdimbre de emoción se han edificado aplastantes teorías. Traté finalmente de probar que así como la vida no es un juego cuando se tiene conciencia de ella, tampoco lo es la expresión artística. Y este empeño en reemplazar con rumoradas mentales la carencia de gravidez emocional, y esa total deserción de las fuerzas creadoras que en arte reciben el nombre de imaginación, todo esto fue lo que combatí por el espacio de veinticinco años, hasta venir hoy a dar, cansado y sangrante todavía, ante este tribunal que debe abrir para mi nombre las puertas al futuro, o cerrarlas definitivamente.

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    Cerradas. Para siempre cerradas. Debo abandonar todas las ilusiones que puse un día en mi labor. Así lo decide el honorable tribunal, y agobiado bajo el peso de la sentencia me alejo de allí a lento paso.

    Una idea, una esperanza, un pensamiento fugitivo viene de pronto a refrescar mi frente con su hálito cordial. Esos jueces... Oh, no cuesta mucho prever decrepitud inminente en esos jóvenes que han borrado el ayer de una sola plumada, y que dentro de otros treinta años –acaso menos-- deberán comparecer ante otro tribunal que juzgue de sus muchos yerros. Y entonces, si se me permite volver un instante del pasado... entonces tendré un poco de curiosidad por ver qué obras de esos jóvenes han logrado sobrevivir al dulce y natural olvido del tiempo.


(Horacio Quiroga: “Ante el tribunal” en Cuentos, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1981, pp. 316-318).

LA RETÓRICA DEL CUENTO

En estas mismas columnas , solicitadas cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por lo común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.


Animado por el silencio –en literatura el silencio es siempre animador-- en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completela con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.


Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.


Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.


Como se ve, cuanto de desenfadada y segura mi posición de divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.


“Una nueva retórica...”. No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.


El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.


Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contar constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.


Tel vez en ciertas épocas la historia total –lo que podríamos llamar argumento-- fue inherente al cuento mismo. “¡Pobre cuento!”. Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.


En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de trasmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.


Tan específicas son estas dos cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irremplazable de contar.


Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.


Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes y las “Mil y una noche”,  los del Renacimiento italiano, lo de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Mérimée, de Bret-Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.


Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...”, con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede volverse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.


Pero ¿si esas divagaciones, disgresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismo elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?


Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.


Mientras no se cree una novela retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.


Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero hará cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

MANUAL DEL PERFECTO CUENTISTA

Una larga frecuentación de las personas dedicadas entre nosotros a escribir cuentos, y alguna experiencia personal al respecto, me han sugerido más de una vez la sospecha de si no hay en el arte de escribir cuentos, algunos trucos de oficio, algunas recetas de cómodo uso y efecto seguro, y si no podrían ellos ser formulados para pasatiempo de las muchas personas cuyas ocupaciones serias no les permiten perfeccionarse en una profesión mal retribuida por lo general, y no siempre bien vista.


Esta frecuentación de los cuentistas, los comentarios oídos, el haber sido confidente de sus luchas, inquietudes y desesperanzas, han traído a mi ánimo la convicción de que, salvo contadas excepciones en que un cuento sale bien, sin recurso alguno, todos los restantes se realizan por medio de recetas o trucos de procedimiento al alcance de todos, siempre, claro está, que se conozcan su ubicación y su fin.


Varios amigos me han alentado a emprender este trabajo, que podríamos llamar de divulgación literaria, si lo de literario no fuera un término muy avanzado para una anagnosia elemental.
Un día, pues, emprenderé esta obra altruista, por cualquiera de sus lados, y piadosa, desde otro punto de vista.


Hoy  apuntaré algunos de los trucos que me han parecido hallarse más a flor de ojo. Hubiera sido mi deseo citar los cuentos nacionales cuyos párrafos extracto más adelante. Otra vez será. Contentémonos por ahora con exponer tres o cuatro recetas de las más usuales y seguras, convencidos de que ellas facilitarán la práctica cómoda y casera de lo que se ha venido a llamar el más difícil de los géneros literarios.


Comenzaremos por el final. Me he convencido de que del mismo modo que en el soneto, el cuento empieza por el fin. Nada en el mundo parecería más fácil que hallar la frase final para una historia que, precisamente, acaba de concluir. Nada, sin embargo, es más difícil.


Encontré una vez a un amigo mío, excelente cuentista, llorando, de codos sobre un cuento que no podía terminar. Faltábale tan sólo la frase final. Pero no la veía, sollozaba, sin lograr verla así tampoco.


He observado que el llanto sirve por lo general en literatura para vivir el cuento, al modo ruso; pero no para escribirlo. Podría asegurarse a ojos cerrados que toda historia que hace sollozar a su autor al escribirla admite matemáticamente esta frase al final:

“¡Estaba muerta!”

Por no recordarla a tiempo su autor, hemos visto fracasados más de un cuento de gran fuerza. El artista muy sensible debe tener siempre listos, como lágrimas en la punta de su lápiz, los admirativos.


Las frases breves son indispensables para finalizar los cuentos de emoción recóndita o contenida. Una de ellas es:

“Nunca más volvieron a verse.”

Puede ser más contenida aún:

“Sólo ella volvió el rostro.”

Y cuando la amargura y un cierto desdén superior priman en el autor, cabe esta sencilla frase:

“Y así continuaron viviendo.”

Otra frase de espíritu semejante a la anterior, aunque más cortante de estilo:

“Fue lo que hicieron.”

Y ésta, por fin, que por demostrar gran dominio de sí e irónica suficiencia en el género, no recomendaría a los principiantes:

“El cuento concluye aquí. Lo demás, apenas si tiene importancia para los personajes.”

Esto no obstante, existe un truco para finalizar un cuento, que no es precisamente final, de gran efecto siempre y muy grato a los prosistas que escriben también en verso. Es éste el truco del leit-motif.


Comienzo del cuento: “Silbando entre las pajas, el fuego invadía el campo, levantando grandes llamaradas. La criatura dormía...”

 Final: “Allá a lo lejos, tras el negro páramo calcinado, el fuego apagaba sus últimas llamas...”

De mis muchas y prolijas observaciones, he deducido que el comienzo de un cuento no es, como muchos desean creerlo, una tarea elemental. “Todo es comenzar.” Nada más cierto: pero hay que hacerlo. Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va. “La primera palabra de un cuento –se ha dicho-- debe ya estar  escrita con miras al final.”


De acuerdo con este canon, he notado que el comienzo exabrupto, como si ya el lector conociera parte de la historia que le vamos a narrar, proporciona al cuento insólito vigor. Y he notado asimismo que la iniciación con oraciones complementarias favorece grandemente estos comienzos.

Un ejemplo:

“Como Elena no estaba dispuesta a concederlo, él, después de observarla fríamente, fue a coger su sombrero. Ella, por todo comentario, se encogió de hombros.”

Yo tuve siempre la impresión de que un cuento comenzado así tiene grandes probabilidades de triunfar. ¿Quién era Elena? Y él, ¿cómo se llamaba? ¿Qué cosa no le concedió Elena? ¿Qué motivos tenía él para pedírselo? ¿Y por qué observó fríamente a Elena, en vez de hacerlo furiosamente, como era lógico esperar?
Véase todo lo que del cuento se ignora. Nadie lo sabe. Pero la atención del lector ha sido cogida de sorpresa, y esto constituye un desiderátum en el arte de contar.


He anotado algunas variantes a este truco de las frases secundarias. De óptimo efecto suele ser el comienzo condicional:

“De haberla conocido a tiempo, el diputado hubiera ganado un saludo, y la reelección. Pero perdió ambas cosas.”

A semejanza del ejemplo anterior, nada sabemos de estos personajes presentados como ya conocidos nuestros, ni de quién fuera tan influyente dama a quien el diputado no reconoció. El truco del interés está, precisamente, en ello.


“Como acababa de llover, al agua goteaba aún por los cristales. Y el seguir las líneas con el dedo fue la diversión mayor que desde su matrimonio hubiera tenido la recién casada.”


Nadie supone que la luna de miel pueda mostrarse tan parca de dulzura, al punto de hallarla por fin a lo largo de un vidrio en una tarde de lluvia.


De estas pequeñas diabluras está constituido el arte de contar. En un tiempo se acudió a menudo, como a un procedimiento eficacísimo, al comienzo del cuento en diálogo. Hoy el misterio del diálogo se ha desvanecido del todo. Tal vez dos o tres frases agudas arrastren todavía; pero si pasan de cuatro, el lector salta en seguida. “No cansar.” Tal es, a mi modo de ver, el apotegma inicial del perfecto cuentista. El tiempo es demasiado breve en esta miserable vida para perderlo de un modo más miserable aún.


De acuerdo con mis impresiones tomadas aquí y allá, deduzco que el truco más eficaz (o eficiente, como se dice en la Escuela Normal) se halla en el uso de dos viejas fórmulas abandonadas, y a las que en un tiempo, sin embargo, se entregaron con toda su buena fe los viejos cuentistas. Ellas son:

“Era una hermosa noche de primavera” y “Había una vez...”

¿Qué intriga nos anuncian estos comienzos? ¿Qué evocaciones más insípidas, a fuerza de ingenuas, que las que despiertan estas dos sencillas y calmas frases? Nada en nuestro interior se violenta con ellas. Nada prometen, ni nada sugieren a nuestro instinto adivinatorio. Puédese, sin embargo, confiar seguro en su éxito... si el resto vale.


Después de meditarlo mucho, no he hallado a ambas recetas más que un inconveniente: el de despertar terriblemente la malicia de los cultores del cuento. Esta malicia profesional es la misma con que se acogería el anuncio de un hombre que se dispusiera a revelar la belleza de una dama vulgarmente encubierta:

“¡Cuidado! ¡Es hermosísima!”

Existe un truco singular, poco practicado, y, sin embargo, lleno de frescura cuando se lo usa con mala fe.


Este truco es el del lugar común. Nadie ignora lo que es en literatura un lugar común. “Pálido como la muerte” y “Dar la mano derecha por obtener algo” son dos bien característicos.
Llamamos lugar común de buena fe al que se comete arrastrado inconscientemente por el más puro sentimiento artístico; esta pureza de arte que nos lleva a loar en verso el encanto de las grietas de los ladrillos del andén de la estación del pueblecito de Cucullú, y la impresión sufrida por estos mismos ladrillos el día que la novia de nuestro amigo, a la que sólo conocíamos de vista, por casualidad los pisó.


Ésta es la buena fe. La mala fe se reconoce en la falta de correlación entre la frase hecha y el sentimiento o circunstancia que la inspiran.


Ponerse pálido con la muerte ante el cadáver de la novia, es un lugar común. Deja de serlo cuando al ver perfectamente viva a la novia de nuestro amigo, palidecemos hasta la muerte.


“Yo insistía en quitarle el lodo de los zapatos. Ella, riendo se negaba. Y con un breve saludo, saltó al tren, enfangada hasta el tobillo. Era la primera vez que yo la veía; no me había seducido, ni interesado, ni he vuelto más a verla. Pero lo que ella ignora es que, en aquel momento, yo hubiera dado con gusto la mano derecha por quitarle el barro de los zapatos.”


Es natural y propio de un varón perder su mano por un amor, una vida o un beso. No lo es ya tanto darla por ver de cerca los zapatos de una desconocida. Sorprende la frase fuera de su ubicación psicológica habitual; y aquí está la mala fe.


El tiempo es breve. No son pocos los trucos que quedan por examinar. Creo firmemente que si añadimos a los ya estudiados el truco de la contraposición de adjetivos, el del color local, el truco de las ciencias técnicas, el del estilista sobrio, el del folklore, y algunos más que no escapan a la malicia de los colegas, facilitarán todos ellos en gran medida la confección casera, rápida y sin fallas, de nuestros mejores cuentos nacionales...